Casi es media mañana cuando alcanzo a ver el Mar Cantábrico por primera vez en este viaje. La carretera que conduce hacia la playa está atascada de coches y furgonetas de veraneantes así es que decido darme la vuelta y marchar hacia mi siguiente parada.
Ribadesella
El día es cálido y ya se acerca la hora de comer. Cruzando la ría veo al otro lado del puente un hermoso hórreo rodeado de césped y junto a él, un aparcamiento perfecto para dejar la moto sin tener que quitar el equipaje. Aparco, saco agua y algo de comida y almuerzo sentado en la escalera de la típica construcción.
Después continúo hacia la playa. El paseo está animado, casi diría que tiene un bullicio normal de verano, algo que este año de COVID19 es maravilloso. Camino un rato por el paseo sin perder de vista mi moto, que ha quedado con todo el equipaje montado.
Arranco de nuevo y tras zigzaguear por caminos de servidumbre de fincas durante unos pocos kilómetros me topo al fin con una de las maravillas más curiosas de las que me he encontrado viajando en moto.
La Cuevona
A través de una frondosa arboleda se llega a la entrada de una gran cueva oscura como la boca de un lobo. Paro antes de adentrarme en la oscuridad a tomar una foto, me asomo a pie. Arranco la moto y penetro en una inmensa cueva con estalagmitas y estalactitas.
A un lado, el canal de un torrente interior acompaña el borde de la carretera que atraviesa la cueva. Vuelvo a detenerme en mitad del camino junto a unas oquedades iluminadas. Es realmente espectacular lo que contemplo. He visitado otras cuevas asombrosas como las del Drak en Mallorca, pero nunca había transitado en moto por una.
Tras unos centenares de metros aparece la luz del exterior, al otro lado de la montaña. Un grupo de grandes choppers están aparcados junto a la boca de la cueva tomándose fotos y «comentando a jugada». Me saludan al pasar. Yo continúo hacia el centro de la pequeño pueblito que se encuentra en el valle agrícola que se abre ante mis ojos.
Regreso atravesando de nuevo la Cuevona, y me dirijo hacia la ría, recorriendo unos kilómetros junto a su orilla. En una gasolinera que encuentro a mi paso lleno el depósito y salgo corriendo hacia la autovía. Hace mucho calor y estoy deseando coger velocidad para sentir algo de alivio con el viento.
Oviedo
En no más de 30 minutos me encuentro en las afueras de la ciudad. Saco el teléfono para buscar la ubicación del hotel que poco antes he reservado. Después de dar un par de vueltas tontas, consigo dar con el lugar. Realizo mi ingreso electrónico y obtengo mi llave. Una ducha, un rato de refresco y salgo para la calle.
La ciudad es limpia, bonita sin ser excesivamente monumental, animada y muy organizada y cuidada. Al caer la noche busco un bar donde tapear y tomar una cerveza. El camarero y un par de parroquianos me ponen conversación. Me comentan que, al contrario que en el resto de España, allí están teniendo un verano muy fuerte de turismo. A ello ayuda la menos incidencia que allí está teniendo el coronavirus.
Después me doy un largo paseo y aprovecho para sacar unas bonitas fotos de su catedral , cuyas luces se reflejan en el pavimento mojado por la suave lluvia que ha estado cayendo durante un largo rato.
A la mañana siguiente mi guía local, familia de mi hermano, me lleva de paseo a recorrer los rincones de la ciudad, de entre los que destaco el Fontán, con su mercado cubierto, sus puestos de frutas y flores en la calle y una agradable zona de terrazas en la plaza y las calles adyacentes.
Más tarde nos sentamos en uno de los restaurantes más afamados de Oviedo a degustar uno de los reclamos más conocidos de la gastronomía asturiana: el cachopo, regado por abundante sidra.
La tarde la dedico a seguir visitando y pateando la ciudad y a tomar unas cervezas en una zona de terrazas céntrica.
El Naranco
Si duda una de las visitas imprescindibles en Oviedo es la del Naranco y los dos magníficos monumentos que se encuentran en su ascensión, joyas del prerrománico asturianos que se remontan al fascinante pasado visigodo de estas tierras
Santa María del Naranco es un fabuloso Palacio construido por la realeza Astur como sala de trono y de recepción de embajadas, en unos tiempos tan remotos que se pueden contemplar en él la mano de artesanos orientales y una heterodoxa mezcla de técnicas arquitectónicas realmente interesante. Otra característica que sorprenderá de este monumento son las austeras dimensiones de un edificio dedicado a tan relevante función.
San Miguel de Lillo se encuentra a unos centenares de metros de Santa María del Naranco, siguiendo el ascenso. Actualmente se encuentra en pie, en un gran estado de conservación, una tercera parte de lo que en su origen fue el edificio. Se trata de una verdadera joya de extraordinaria belleza. En ella destacan una serie de elementos constructivos, ornamentos y decoraciones que la convierten en un monumento único.
Coronando la cima de la montaña se encuentra el Monumento al Sagrado Corazón de Jesús, con unas fabulosas vistas de la ciudad a sus pies en los días despejados. Lamentablemente este día no fue el caso, la niebla y la lluvia me pegaron un buen remojón al que puse remedio comiendo una deliciosa fabada de vuelta al centro de la ciudad.
El resto de la tarde la empleé en pasear por el animado centro de la ciudad. Ya solo me faltaba encontrarme con otro de los símbolos culturales de esta región: sus gaiteros. Reconozco que siempre me ha enamorado el sonido de las gaitas. Desde Escocia hasta Galicia, y como no, en estas tierras de Asturias son santo y seña de su folklore.