El Desierto de la Tatacoa, lugar icónico en el interior de Colombia al sur de las áreas cafeteras, supone un cambio completo de paisaje dejando atrás las verdes montañas andínas.
Viajando desde Tolima.
Arrancamos desde la cálida localidad de El Espinal (Tolima). Seguimos la llana y recta Ruta 45 hacia el sur hasta llegar al Puente del Río Saldaña, en la localidad homónima, donde me detengo a tomar algunas fotos de su majestuosa estructura herrumbrosa.
Pronto desaparecen las construcciones y comienzan a sucederse vastas extensiones ganaderas y agrícolas interrumpodas por decenas de quebradas (torrentes).
Nos sorprende los centenares de pequeños monumentos funerarios que franquean la carretera. Al parecer se trata de personas que perdieron la vida en la carretera, aunque no deja de resultarnos extraño dado que ni la orografía ni la calidad de la vía parece hacer especialmente peligrosa la zona.
Cada cierto rato paramos a descansar e hidratarnos. La moto marca 40ºC, llegando en ocasiones hasta los 44ºC. No hay apenas poblaciones y el tráfico es muy tranquilo, contrariamente a lo que veníamos encontrando en las jornadas anteriores.
La pista del desierto
Llegamos al primer acceso al desierto, en el camino hacia Pueblo Nuevo. Se trata de una pista descubierta que aprovecha el antiguo puente ferroviario de Las Golondrinas para cruzar sobre el Río Magdalena.
Escásamente 1Km después de tomar el camino, encontramos un pequeño chamizo con un cartel de restaurante en el que una agradable mujer de mediana edad cocina en una barbacoa un pobre puchero de arroz. Aprovechamos su sombra para hacer un descanso, comprar unas botellas de agua y preguntarla sobre el estado de la pista.
Nos comenta que está en buenas condiciones, que no es peligrosa y que nos llevará cerca de 2 horas recorrerla hasta llegar a la Tatacoa. Sin embargo, la conversación continúa y nos comenta que hace un tiempo que viene teniendo miedo en quedarse sola junto a su pequeña. Habla de asaltos en las viviendas de la zona, llevados a cabo por delincuencia común.
Decidimos continuar pero una vez recorridos algo más de 7Km no teniendo claro el camino y las indicaciones del GPS, con un calor que nos atormenta, nos damos la vuelta hasta regresar a la carretera para continuar hacia el paso en ferry que se encuentra algunos kilómetros más al sur.
Aipe y el ferry.
Estamos en el Huila. Llegamos a medio día a la localidad de Aipe. El pueblo es animado, de lo más grande de la zona y con comercio. Multitud de niños abarrotan la calle en su salida de las escuelas para almorzar.
Atravesamos la localidad y nos dirigimos hacia la margen del río donde nos indican que se embarca. Tendremos que atravesar, a lo largo de 1km, unos cuantos puentes rudimentarios de madera y chapas del ancho justo de la moto. Algunas pequeñas motocicletas de lugareños se van cruzando frenéticamente en nuestro camino.
Alcanzamos una explanada que desciende pronunciadamente hacia el río donde una barcaza de chapa propulsada por un motor fueraborda nos cruzará a la vecina Villavieja, en la otra márgen del río Magdalena.
Hay mucha gente en las orillas del río. Niños jugando y bañándose, mujeres lavando ropa, pescadores, etcétera. Entre las piedras del cauce se escuchan las risas y el bullicio de la vida que proporciona el Gran Río de la Magdalena, nombre oficial de este enorme cauce.
Villavieja.
Llegamos a la tranquila, aunque más extensa de lo que esperaba, localidad que es puerta de la Tatacoa. Una solitaria placita junto al cementerio con una estatua de una india nos recibe.
El calor es impresionante y el tiempo parece detenido. Callejeamos varias cuadras, alternando tramos pavimentados y otros de tierra hasta llegar a la plaza principal y de allí hasta nuestro alojamiento para dejar las cosas, cambiarnos y encontrar un guía que nos lleve a recorrer el desierto.
Nos recogen en una camioneta que nos acerca hasta una panadería donde comprar algo de comida y agua.
Ponemos rumbo al desierto dando botes en la parte trasera mientras recorremos los caminos destapados.
El desierto rojo.
El desgaste de los estratos arcillosos, el viento y las lluvias ha dado lugar a esta hermosa formación que nos disponemos a recorrer a pie bajo el aplastante sol. Mojo el pañuelo, me lo coloco en la cabeza y a caminar.
El guía nos cuenta algunos detalles sobre la flora, los enormes cáctus, las cabras que se alimentan de los espinosos arbustos y las aves que acechan a los pequeños cabritos que se pierden en este laberinto de cárcavas de arenisca roja.
La charla es tan interesante y el calor tan axfisiante que a penas dedico tiempo para tomar algunas fotos. Guardo para mí el recuerdo de este lugar, que aunque no muy extenso, bien merece conocerlo.
El desierto gris.
Tomamos de nuevo la camioneta y continuamos cerca de 30 minutos de pista hasta llegar a este otro espacio desértico de aspecto muy distinto. El sol ya ha comenzado a declinar y con él, el calor ha menguando un poco.
A casi las 6:00 p.m. aparcamos y comenzamos a caminar por unas gargantas solitarias que nos internan en el camino que conduce a la formación conocida como Los Fantasmas.
Completamente diferente al desierto rojo, no solo por el color grisaceo sino también por las formas en las que el desgaste de los elementos ha transformado el terreno, este lugar me resulta quizás más bello en su sobriedad.
Estamos completamente solos en este paraje y ello nos permite, sin perder mucho tiempo, tomar algunas fotos más, antes de que el sol se ponga en el horizonte. Con luces más tenues llegamos hasta una piscina construida al final del recorrido junto a la salida de la garganta. Allí tomamos una cerveza y caminamos hacia la camioneta.
Por el camino, de regreso al hotel, se hace la noche y vemos como se pueblan los distintos observatorios astronómicos que atraen a un buen número de los visitantes de estas tierras.
Nosotros escogemos quedarnos disfrutando de la piscina y descansando, aliviados por el agua, antes de buscar algún lugar para cenar en la cálida noche.
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