Hacia Cuenca.
Desde la costa levantina, el viaje hasta la capital castellano-manchega de Cuenca transcurre por una tranquila sucesión de pueblos atravesados por carreteras nacionales. El calor, en pleno verano, es aplastante por lo que son muchas las paradas que nos vemos obligados a hacer para hidratarnos.
Hemos salido con la mañana ya bastante avanzada y el mediodía nos pilla en el camino, así es que decidimos parar a comer en un pueblo desierto que, aunque grandecito, apenas tiene restaurantes abiertos.
El gran desierto demográfico.
Muchas veces he reflexionado sobre lo distinta que tiene que ser la vida en localidades así. El interior de España se está quedando despoblado por completo y muchos de estos pueblos, que en otra época debieron ser núcleos de gran importancia a juzgar por el patrimonio monumental que atesoran, actualmente están abocados a una lenta e inevitable decadencia, y quizás desaparición.
La incapacidad que tienen de atraer, y ni tan siquiera retener, a gente joven. En algunos de ellos es posible que haya una cierta oferta de empleo y de medios para garantizarse una subsistencia más que digna. Pero las alternativas de ocio, tan imprescindibles en nuestra forma de vida actual, son casi inexistentes.
No parece que haya mucho en que entretenerse alejados de grandes ciudades, más aún con una vecindad mayoritariamente anciana. Los jóvenes que se crían en estos mueblos, cada vez en un menor número, marchan a las ciudades a estudiar y probablemente no regresarán más, salvo en las fiestas y algún periodo vacacional aislado.
Tras reanudar la marcha después de una necesaria sobremesa recorremos, al calor de la tarde, los kilómetros que nos faltan hasta llegar a Cuenca. Nada más llegar nos instalamos y por fin nos refrescamos con una ducha revitalizante, después del fuego soportado.
Con ropa y calzado cómodo salimos a cenar y conocer la ciudad con las últimas luces de la tarde.
La ciudad antigua domina sobre el cerro rocoso delimitado por las hoces del Río Júcar al norte y su afluente el Río Huécar al sur. A ella se puede acceder desde el imponente Puente de San Pablo que cuelga sobre el tajo formado en la roca por el Río Huécar. Las imagen con la ciudad iluminada, resplandeciente en la noche, en lo alto de la impresionante roca resulta fantástica.
A través del puente llegamos hasta las famosas Casas Colgadas, que junto a la Catedral, son los dos principales monumentos de la ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad. Recorremos callejeando el casco viejo hasta atravesar la Muralla y arco de Bezudo, junto a los Ruinas del Castillo, para salir a un animado espacio abierto donde el gentío mas joven disfruta del frescor de la noche con unas cervezas.
Sentados en una mesa en el punto más elevado de la ciudad, acariciados por una brisa fresca y rodeados por el hermoso entorno ¿que más podemos pedir a una tranquila noche de verano?
Poco a poco bajamos caminando de regreso al hotel, tomando fotos aquí y allá.
A la mañana siguiente subimos de nuevo al centro y visitamos el interior de la Catedral, las estrechas callejuelas y algunas iglesias y edificios que nos vamos encontrando.
La Catedral es sorprendente, tanto o más por dentro de lo que ya de por sí lo es su fachada exterior. Una conjuntada acumulación de espacios a distinto nivel, diferenciados estilos y ornamentaciones se suceden en todas las direcciones.
Mediada la mañana regresamos hasta la moto, cargamos el equipaje, y ponemos rumbo a nuestro siguiente destino.
Teruel
Llegamos a la ciudad justo alcanzada la hora de comer. Estamos cansados por el calor. Aunque seguramente la ciudad tienen un buen número de lugares para visitar, optamos por aparcar la moto lo más próxima que podemos a la puerta de un restaurante y así, sin desmontar el equipaje, nos sentamos a comer y recuperar energías con la vista puesta en nuestros pertrechos. Tras la comida decidimos seguir viaje sin más demora hacia la Serranía de Albarracín.
Tan solo hacemos una parada puntual para tomar una foto a la salida de Teruel.
Sierra de Albarracín
A los pocos kilómetros de abandonar la capital turolense, nos encontramos con unas curiosas instalaciones en mitad de la nada. En medio de una inmensa planicie amarillenta de campos segados se divisan, en la lejanía, las velas de los alerones de popa de multitud de aviones de pasajeros de todas las compañías.
No me suena haber oído hablar jamás de un aeropuerto internacional en esta ciudad, pienso para mí, tampoco recuerdo haber visto carteles o infraestructuras que indique la cercanía de estas instalaciones. Bueno, lo dejamos atrás y rodado un cierto trecho comenzamos a recorrer las primeras estribaciones montañosas de la comarca. La carretera se va volviendo cada vez mas virada y divertida. El paisaje a cada instante más bello.
Empiezo a preocuparme por el combustible. Estas tierras están completamente despobladas, a penas hay núcleos urbanos, unos distan bastante de otros y además en ninguno de ellos hay a penas, poco más que un puñado de casas y algunos ancianos sentados en las puertas.
Al fin, cuando ya me encuentro intranquilo, aparece en la lontananza los carteles de una estación de servicio. Paro a repostar y el muchacho que llena mi deposito me confirma que estamos llegando a Albarracín, la monumental localidad que domina desde su amurallado alto las gargantas por las que venimos circulando.
Ya en el pueblo aprovechamos para tomar un café y recopilar información turística para una futura visita, ya que por hoy es tarde para quedarnos a conocerla. Descubro que el aeropuerto que encontramos en el camino se trata realmente de una instalación de desguace de viejas aeronaves: misterio aclarado. Tomamos algunas fotos y proseguimos.
Cuanto más avanzamos más bello va siendo el paisaje. Es una belleza primigenia, arrolladora. Inmensas extensiones boscosas, fabulosos desfiladeros, … , montañas, acantilados, después valles abiertos, y otra vez pinares y ríos y, de mucho en mucho, algún minúsculo pueblo.
Lo peor es que a penas tenemos cobertura. Tampoco nos queda mucha batería en los móviles y empezamos a sentirnos perdidos en mitad de «la nada» más inmensa. En cada cruce dudamos de la dirección que debemos tomar. Aunque el viaje es maravilloso, vamos sintiendo ya el cansancio y estamos algo impacientes por llegar al destino que nos hemos fijado. Al fin, con el caer de la tarde llegamos a Uña
La localidad, muy pequeña pero algo mayor que cualquiera de las que hemos atravesado desde que salimos de Albarracín, se encuentra a orillas de una hermosa laguna con un embarcadero en el que algunos «domingueros» entretienen la tarde pescando. Hay tres o cuatro pequeños restaurantes donde sentarse a tomar algo informal o cenar. Por lo demás, es un tranquilísimo lugar donde acudir a descansar.
Al día siguiente emprendemos la etapa de regreso que finalizará este fantástico viaje que nos ha llevado a lo largo de tres semanas por tantos lugares distintos de la geografía hispánica. Pasamos por las cercanías de la Ciudad Encantada de Cuenca y hacemos algunas paradas en los miradores que vamos encontrando, aunque el que nos sorprende especialmente es «El Ventano de Diablo«.
Tras este lugar, vamos dejando atrás el agreste paisaje de la serranía y dirigiéndonos de nuevo hacia Cuenca capital en la que repostaremos y ahora sí, rodaremos para acabar nuestro viaje estival de regreso a Segovia, de la que partimos hace tres semanas.
Han sido muchos y muy diversos los lugares que hemos visitado en estas semanas. Cuesta un poco pensar que en un par de días estaremos de nuevo inmersos en la monotonía de las jornadas de trabajo, entre las cuatro paredes de la oficina. No nos despertará el olor del Atlántico ni el sol de África nos bronceará la piel. No nos sumergiremos en el cálido Mediterráneo ni veremos ponerse el sol entre cañones y pinares. Pero en cualquier caso, nos llevamos un motón de recuerdos y lugares vividos, a la espera de una próxima andadura.
2 comentarios